El COVID-19 transforma las relaciones cívico-militares
En lo que llevamos de crisis hemos visto como gobiernos de todo el mundo están empleando a las fuerzas armadas de sus respectivos países en la lucha contra la pandemia. Sin importar el color político, en un momento de emergencia global, los recursos militares han sido movilizados para atender diferentes cometidos con objeto de reforzar las principales capacidades de los estados frente a un desafío sanitario sin precedentes en nuestra historia reciente.
Sin embargo, incluso en un momento tan excepcional como el que atravesamos, donde cada mano dispuesta a prestar ayuda cuenta, la presencia de militares en las calles continúa siendo objeto de controversia para determinados sectores que tradicionalmente han sido críticos con la institución. A este respecto, no olvidemos que en la mayoría de países de nuestro entorno el papel que le ha tocado desempeñar a las diferentes fuerzas armadas para paliar esta crisis ha sido muy similar, atendiendo labores de desinfección, vigilancia, transporte y en definitiva cualquier actividad dirigida al refuerzo de la seguridad y las capacidades sanitarias de los respectivos estados.
La semana pasada conocíamos más datos sobre el impacto social y político que está teniendo la crisis sanitaria en nuestro país. La mayoría de barómetros coinciden en los resultados y reflejan una valoración muy positiva por parte de la sociedad en lo referente a la intervención de nuestras Fuerzas Armadas en estos momentos. Junto con la titánica labor que está desempeñando el personal sanitario, los esfuerzos que están llevando a cabo los miembros de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y Fuerzas Armadas en la lucha contra el virus son los más valorados por la sociedad (98,7%, 92% y 91% respectivamente).
Estas buenas calificaciones por parte de la opinión pública vienen siendo una constante en los estudios que se han realizado estos últimos. Por lo tanto no es de extrañar que en una situación tan dramática como la que vivimos la razón se imponga y la ayuda, venga de donde venga, sea bien vista por la población y haya terminado por ahogar los debates estériles que abogarían por rechazar la mano de quien vendría a prestarnos socorro.
Con independencia de cuáles sean sus consecuencias estratégicas más inmediatas o las implicaciones que pueda llevar aparejada a largo plazo en lo que a política interna o geopolítica se refiere, la crisis del COVID-19 no deja de ser, por encima de todo, un problema de salud pública que demanda una respuesta sanitaria integral. No obstante, merece la pena analizar cómo ha afectado esta participación de las fuerzas armadas en el marco de la pandemia, a las y a la concepción que las diferentes sociedades tienen de la realidad castrense en sus respectivos países.
En nuestro caso y el de nuestros vecinos el consenso a nivel europeo parece generalizado, especialmente una vez superadas las reservas y dudas iniciales, razonables en cualquier casa, en cuanto al desempeño de tareas de seguridad interna por parte de efectivos militares. Las diferentes sensibilidades nacionales y las miradas nerviosas hacia los textos constitucionales han sido, como no podía ser de otra manera si entendemos la naturaleza de las fuerzas armadas europeas en la actualidad, desechadas en su mayoría a la vista de la encomiable labor y la eficacia con la se están desempeñando tantos militares en diferentes puntos del planeta.
En nuestro país, los datos que diariamente nos ofrece el propio Jefe de Estado Mayor de la Defensa (JEMAD) en sus comparecencias, ponen de manifiesto la ventaja que supone contar con unos conocimientos y una estructura de mando y control experimentada en situaciones críticas, como son la mayoría de las que enfrentan nuestros militares allá dónde van.
Esta utilidad generalizada obedece a muchas razones, entre ellas, unos efectivos disciplinados y comprometidos con el apoyo a la ciudadanía, la capacidad más que probada a la hora de llevar a cabo despliegues rápidos y coordinados para cubrir necesidades y complementar unos servicios civiles saturados, así como la experiencia de unidades especializadas en emergencias, planificación de crisis y logística puestas al servicio de la sociedad. Por ejemplo, compartiendo los conocimientos y capacidades de autoprotección desarrollados para la guerra nuclear, biológica y química adaptándolos según requiera la situación.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que las fuerzas armadas de los diferentes países difieren ampliamente entre ellas, tanto en términos de capacidad, como en la relación que guardan con el estado. No es de extrañar por tanto que el nivel de implicación también difiera según el caso. En la mayor parte de los supuestos las fuerzas armadas se han limitado a apoyar la actuación estatal, y solamente en aquellos países bajo regímenes militares los militares han liderado las intervenciones.
Los ejemplos taiwanés y surcoreano han llamado la atención internacional por su efectiva gestión de la crisis. Con más o menos acierto otros países entre los que se incluye España han seguido estos ejemplos, en mayor o menor grado, asignando a los militares roles de apoyo: en la desinfección de instalaciones sanitarias, residencias de ancianos o estructuras críticas, en el traslado de personal y material, en labores de vigilancia, en la instalación y montaje de hospitales de campaña o con la cesión de medios y capacidades sanitarias de refuerzo.
En el caso de China, el Ejército Popular de Liberación (EPL) desempeñó desde los primeros compases de la enfermedad un papel destacado, en gran medida por el emplazamiento en Wuhan de la Fuerza de Apoyo Logístico de Comisión Militar Central. Solamente en la provincia de Hubei 10.000 médicos militares fueron movilizados para atender el tratamiento de infectados por coronavirus y las fuerzas armadas se ocuparon, además, de la distribución de suministros médicos y alimentos entre la población confinada o facilitaron el transporte aéreo por medio de helicópteros militares.
En el sudeste asiático, países como Myanmar, Indonesia o Tailandia, donde las fuerzas armadas ejercen una poderosa influencia, los militares han asumido importantes funciones de asesoramiento y toma de decisiones. Singapur ha sido otro de los referentes a la hora de contener la pandemia, en este caso sin que sus fuerzas armadas asumieran responsabilidades en primera línea.
Procedimientos similares en cuanto al empleo de las fuerzas armadas y sus capacidades se han repetido por toda Europa. En el caso de Italia, los hospitales militares de Roma y el resto de instalaciones médicas se dispusieron para el de infectados; aviones C-130J Hércules y KC-767 para el transporte de equipos de protección, helicópteros NH90 y AW101 fueron utilizados como ambulancias aéreas; instalaciones industriales de defensa al servicio de la producción de desinfectantes o equipos de cuidados intensivos, etc. La Operación Balmis en España o la Operación Resiliencia en Francia son ejemplos parecidos de los pasos que se han ido dando en esta dirección.
Una de las conclusiones que han quedado claras, a la vista de lo que está sucediendo en Europa, en relación con el empleo de las fuerzas armadas para apoyar la lucha contra el coronavirus, es que el apoyo de la opinión pública es mayoritario y se mantendrá mientras las intervenciones militares se consideren proporcionadas y justificadas, como ha ocurrido hasta el momento. Ver con buenos ojos la presencia de efectivos militares en nuestras calles, algo que por otra parte está bastante más normalizado en países no tan lejanos ni culturalmente distantes, parece más fácilmente asimilable en tiempos de necesidad como los que vivimos. Cuando todo esto pase tendremos que preguntarnos si solamente cabe alegrarse de contar con alguien únicamente cuando lo necesitamos, o si por el contrario es momento de dar gracias por haber comprobado que siempre podremos contar con todos ellos, aunque no siempre podamos verlos.