El fantasma de la guerra biológica resucita con el COVID-19
El coronavirus ha supuesto una dramática dosis de realidad especialmente difícil de digerir para una mentalidad occidental acostumbrada a la seguridad. La confianza en la capacidad de los gobiernos a la hora de responder a este tipo de amenazas se encuentra en sus horas más bajas, a la vista de la desigual eficacia política en la gestión de la crisis sanitaria a lo largo y ancho del globo.
No es momento para el alarmismo. Sin embargo, somos testigos de las desastrosas consecuencias que puede llevar aparejada la inacción frente a desafíos de esta envergadura. De modo que es momento de tomar conciencia del panorama con el que podemos encontrarnos una vez ganemos la batalla a la enfermedad, cosa que sin duda alguna lograremos unidos.
En estos momentos nuestros ojos están fijos en la tormenta y maniobramos con el único objetivo de sortearla. Al mismo tiempo hay quienes tampoco apartan la vista de la enfermedad y de cada uno de los pasos que estamos dando para enfrentarla, tomando nota de cada éxito y prestando especial atención a cada fracaso. Países y actores no estatales que ha asimilado plenamente la principal lección geoestratégica de esta crisis: ningún misil o artefacto explosivo ha hecho tambalearse los cimientos del orden mundial encabezado por Occidente con la eficacia y las devastadoras consecuencias alcanzadas por un agente biológico.
Lo cierto es que enfermedad y guerra han ido de la mano a lo largo de la historia, bien propagándose de manera natural o intencionalmente en aras de sacar provecho a sus devastadores efectos: los pozos de agua envenenados con cadáveres humanos por Federico Barbarroja (1155); las víctimas de la peste catapultadas por los mongoles sobre la ciudad de Caffa (1346); el uso, por parte de los polacos, de saliva procedente de perros infectados de rabia (1650); la prohibición del uso de balas envenenadas entre Francia y Alemania (1675); la distribución, por parte de los británicos, de mantas con la viruela entre los nativos americanos; Napoleón inundando las llanuras de Mantua para favorecer la propagación de la malaria (1797); o lo confederados vendiendo ropas con fiebre amarilla a las tropas de la Union en EE.UU (1863), son solo algunos ejemplos.
Una plaga asoló Atenas, los colonos llevaron enfermedades desconocidas al Nuevo Mundo y los occidentales las padecieron en los teatros orientales durante la 2ª Guerra Mundial. Solamente en el S.XX las enfermedades infecciosas se cobraron la vida de más de quinientos millones de personas, y ni el Protocolo de Ginebra (1925), ni las posteriores convenciones sobre armas biológicas y química (1972 y 1992) han impedido que determinados actores continúen realizando investigaciones para convertir los patógenos en armas ofensivas. En este sentido, a medida que aumentan nuestros conocimientos en la materia, no resulta descabellado asumir que estos agentes infecciosos modificados artificialmente podrían convertirse en la panoplia de la futura guerra biológica.
Nuestra incredulidad ante la aparición, el crecimiento y la propagación del coronavirus nos hizo bajar la guardia y constituye la prueba fehaciente de que estábamos demasiado acomodados en la complacencia de aquel que cree que ha ganado la “guerra de las enfermedades”. No estábamos preparados.
Si bien estamos acostumbrados a hacer frente a distintos tipos de desastre naturales de desigual magnitud, nuestra estrategia para hacer frente a este tipo de problemáticas no parece, a la vista de los hechos, estar nada clara. Más pronto que tarde habremos de preguntarnos cómo vamos a responder ante futuras contingencias de esta índole y sobre el papel que deberán desempeñar los diferentes instrumentos del Estado, incluidos el ámbito de la defensa y nuestras Fuerzas Armadas.
Superada la crisis, debemos estar mejor preparados para la próxima pandemia, sea esta natural o artificial. Habrá que poner en primer plano la posibilidad de que agentes biológicos modificados, o diseñados en laboratorios, sean utilizados por terceros con el fin de desestabilizar, debilitar o simplemente dañar nuestro modo de vida.
En este escenario, a la vista del importante cometido de apoyo que está desempeñando en una crisis a priori ajena al ámbito de la guerra, el papel de nuestras Fuerzas Armadas resultará fundamental. De ahí la importancia que tendrá dotar a nuestros ejércitos de las capacidades que permitan hacer frente a estos “ataques” de manera efectiva.
Tengamos en cuenta que enfrentarnos a “enemigos” de esta naturaleza difiere enormemente de la guerra convencional. Los satélites son capaces de localizar instalaciones militares, movimientos de tropas, etc., sin embargo el virus se detecta en la población y generalmente demasiado tarde. Por lo tanto constituyen un elemento extremadamente eficaz para la intimidación y muy útil en el contexto de la guerra asimétrica, donde un actor de menor entidad y en apariencia más débil sería capaz de infligir graves daños, tanto físicos como psicológicos, a enemigos con mayor poder de combate.
Hasta el momento, no hemos tenido noticia del uso efectivo de patógenos por parte de organizaciones terroristas. No obstante, debemos estar seguros de que no están perdiendo detalle en estos momentos y de que son muy conscientes de los beneficios que pueden sacar para una causa donde el dolor y el miedo son siempre protagonistas.
La realización de ejercicios y maniobras preparatorias de adiestramiento y entrenamiento constituye una realidad frecuente para nuestros militares. Tal vez esté próximo el momento de plantear, entre otras medidas, la posibilidad de diseñar y ejecutar un ejercicio a nivel nacional que ponga a prueba nuestras capacidades en este ámbito y nos permita desarrollarlas para estar a la altura llegado el momento.
Del mismo modo, los sistemas de salud de todo el mundo han sido puestos a prueba. A pesar de los esfuerzos titánicos que está llevando a cabo el personal sanitario resulta evidente que en muchos casos la falta de material, personal e instalaciones han jugando en contra nuestra. En este sentido, los expertos en seguridad sanitaria ya advertían en 2019 que la mayoría de países no estaban preparados para hacer frente a este tipo de eventualidades. Así lo reflejaban importantes estudios como el desarrollado por la universidad Johns Hopkins y la NTI (Nuclear Threat Initiative).
Hoy somos un poco más conscientes de nuestra fragilidad y mucho más de nuestras fortalezas. Pero el futuro siempre es incierto y debemos estar preparados. Aunque las sospechas sobre el origen artificial del COVID-19 carecen de solidez por el momento, nuestra vulnerabilidad es absolutamente innegable. Y no nos llevemos a engaño, hay estados que todavía prestan especial atención al desarrollo de la guerra biológica y cuentan con arsenales y capacidad de producción. Una capacidad que con el nivel de tecnificación actual permitiría desarrollar nuevos patógenos mucho más resistentes, dañinos y difíciles de detectar.
En ese contexto, la experiencia que estamos acumulando en el marco de la pandemia actual puede ofrecernos algunas pistas de los desafíos que podríamos afrontar en un futuro no tan lejano. Y tengamos la certeza absoluta de que cada una de las medidas que adoptemos hoy podría salvar vidas el día de mañana.