Los ejes de Oriente Medio

Nunca se puede perder de vista Oriente Medio. Tras estar tantos años en el foco mediático, en la actualidad, la guerra en Ucrania, los levantamientos en el Sahel, el Sur Global o Nagorno-Karabaj acaparan la atención internacional. Sin embargo, la región mantiene su valor geopolítico, de hecho, sus principales actores tienen la capacidad de influir más allá de su espacio natural gracias a la magnitud de sus activos estratégicos y la amplitud de su red de alianzas. Este análisis se centrará en Egipto, Arabia Saudí, Irán y Turquía por ser epicentros culturales, ideológicos, religiosos y/o económicos de Oriente Medio. En este orden de cosas, Israel, por capacidades, podría incluirse, sin embargo, se trata de un actor más disociado a las sinergias de la zona, a pesar de que indudablemente juega un papel a tener en cuenta. Asimismo, a la hora de medir el orden de fuerzas, el Estado judío está a otro nivel, dado su superioridad tecnológica, empezando por su armamento nuclear. Dicho esto, parte del futuro de Oriente Medio recae sobre las relaciones de estos 4 países con Israel.

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Egipto, Turquía, Irán y Arabia Saudí representan la idiosincrasia y los antagonismos de Oriente Medio. Cada una de éstas defiende una corriente que aspira a ser icono de la dualidad entre religión y política, con una figura de poder bien definida como garante de la ideología y estabilidad: Turquía como república sunní, Egipto como régimen sunní bajo control castrense, Irán como teocracia chií y Arabia Saudí como monarquía sunní. Por ello, dentro de la lucha de poderes, cobra suma importancia el sistema vigente de cada Estado, cuya relación entre política y religión es elemento troncal de su actual identidad y proyección.

Del mismo modo, la ubicación de estos 4 países les otorga un peso capital en los avatares de la región y en la repercusión de este espacio en la geopolítica mundial. Turquía tiene salida al Mediterráneo y controla la entrada del mar Negro; Egipto alberga en su territorio el Canal de Suez, que conecta el Mediterráneo y el mar Rojo; Irán tiene salida al mar Caspio y incidencia sobre el Estrecho de Ormuz; y por último Arabia Saudí, cuyas costas son bañadas por el mar Rojo y el mar Arábigo. No es casualidad que estas cuatro naciones sustenten un peso específico en la geopolítica global, gran parte de su fuerza reside en su posición. Estos países, dada su talla, mimbres e incidencia histórica entienden su política exterior de una manera asertiva, diferente al resto de países de la zona. Precisamente por ello es inevitable que los intereses chocan entre sí en su ambición por ganar la máxima incidencia en el espacio que comparten. Cada uno de ellos proyecta su poder de manera diferenciada, acorde a su ubicación, sus capacidades actuales, sus experiencias y su red de alianzas, conformando así su cosmovisión.

 Turquía

Recep Tayyip Erdogan, líder turco (Fuente: Wikimedia)

Turquía es la nación con un radio de acción más amplio. Ankara mira a Oriente Medio, pero también al Mediterráneo Oriental, al Cáucaso y al mar Negro. La República turca ha pavimentado un proyecto político distinguido alrededor de la figura de su líder, Recep Tayyip Erdogan. A partir de éste, el mayor activo del país es su diplomacia, cuyo despliegue le ha servido para convertirse en un actor necesario en el teatro internacional. Su papel mediador entre Rusia y Ucrania es una muestra de tales atributos. Y es que Ankara ha sabido cimentar una diplomacia versátil que hoy le permite mantener relaciones sólidas con fuerzas entre sí enfrentadas; de ahí su posición privilegiada para postularse como mediador. Otro factor a tener en cuenta es su incipiente industria de defensa, sector que en la última década ha dado un salto cualitativo y que ha demostrado su valor estratégico en diferentes conflictos, desde Ucrania a Nagorno-Karabaj.

Por todo ello, Turquía se ha ganado el peso dentro de la comunidad internacional, que es consciente de la utilidad diplomática del país. Ankara factura y cotiza al alza este activo, de tal forma que le permite ampliar sus redes de influencia en cada uno de sus espacios de interés.

 Egipto

Este país reúne una amalgama de identidades: nación árabe, africana, mediterránea y mayoritariamente musulmana. Sin embargo, Egipto es, de los cuatro Estados, el actor que menos se proyecta hacia el exterior a día de hoy. Su contexto interno dificulta cualquier atisbo por recuperar la incidencia y reputación de la que hizo gala en tiempos de Gamal Abdel Nasser. No obstante, hay varios factores que justifican que El Cairo deba ser considerada en la ecuación de actores cardinales de esta región. Lo primero es que se trata de una nación histórica con un bagaje esencial en el desarrollo cultural e ideológico del orbe árabe y mundo musulmán (fundamental en el desarrollo del panarabismo y panislamismo). También está el elemento de su posición que, además de tener salida al mar Mediterráneo, cobija el Canal de Suez, lo que automáticamente le otorga un valor estratégico a escala ecuménica.

Abdel Fattah al-Sisi como ministro de Defensa en 2013 (F: Wikimedia)

A esto hay que sumar que se trata del país más poblado de Oriente Medio (104 millones) y la nación que cuenta con el Ejército más grande. Sin embargo, estas dos realidades no son fuentes de poder, sino elementos que reflejan los problemas estructurales del país. El Gobierno egipcio tiene grandes dificultades para dar sustento a tal masa demográfica, del mismo modo que a pesar de contar con unas Fuerzas Armadas amplias todo ello no se traduce en poder fáctico.

Hay que tener en cuenta que Egipto fue, de las fuerzas de Oriente Medio, a la única que los levantamientos socio-políticos de 2011 supusieron un golpe de efecto en el devenir político. La deposición de Mubarak, la victoria electoral de Morsi (Hermanos Musulmanes) y el consecuente golpe de Estado comandado por Abdel Fattah al-Sisi han obligado a la élite egipcia a centrarse en aspectos internos, dejando de lado una política exterior más incisiva.

Irán

Irán es otra nación histórica, cuna del Imperio persa. Este país está marcado por su contexto internacional, especialmente por su enemistad con Estados Unidos e Israel. Este hecho ha condicionado al país interna y externamente desde la victoria de la Revolución Islámica en 1979. Desde entonces, Teherán ha sido un bastión antioccidental bajo una teocracia chií liderada por el Ayatolá Jamenei, figura indiscutible y primera voz del país. A pesar de una coyuntura marcada por las sanciones, Irán ha demostrado ser un actor con voz propia en la escena internacional, un agente independiente en la escena exterior con un perfil distinguido. Su condición de denostada le ha conducido a invertir en unos poderes menos oficiales, pero notablemente eficientes. Su influencia directa en las políticas internas de otros países de la región como Líbano, Iraq, Siria o (en menor escala) Yemen, es de un alcance sin igual si se le compara con las capacidades de Ankara, Cairo o Riad. Esto va acompañado de un sistema político bien definido, con un orden de fuerzas estructurado y unos agentes estatales con incidencia en cada una de las dimensiones estratégicas del Estado, con la Guardia Revolucionaria como máximo exponente. Asimismo, Irán cuenta con una considerable masa demográfica (86,5 millones), en casos específicos altamente cualificada, lo que se traduce en capacidades técnicas y autonomía a la hora de ejecutar proyectos de alto valor. El programa nuclear que ha puesto en jaque a la corte internacional en la última década es prueba de ello. No obstante, fruto del perfil de su sociedad, el régimen también se enfrenta a constantes protestas sociales por los límites a los derechos y libertades de su gente.

En materia exterior, su contexto internacional ha obligado a Teherán a invertir en sectores que aumenten su seguridad y su capacidad de incidencia en la región, lo que se traduce en una industria de defensa y unas capacidades híbridas por encima de la media en la zona, con la excepción de Israel. Todo lo mencionado convierte a Irán en un país con capacidad para influir de manera directa en el devenir político, social y económico en diferentes puntos de esta región. Asimismo, su ubicación le otorga el potencial directo para repercutir en la logística mundial, tanto en el golfo Pérsico como en el mar Caspio, este último una zona con potencial que puede suponer un canal directo hacia Rusia y el Lejano Oriente.

 Arabia Saudí

Es el único de los cuatro Estados que no tiene un bagaje histórico. Aun así, es el guardián de los Santos Lugares del islam (La Meca y Medina). Desde el descubrimiento de yacimientos en los años 30, la monarquía saudí erigió el Estado bajo el poder económico de la exportación de crudo, añadiéndose a los otros dos pilares: la vertiente sunní del wahabismo y un régimen basado en el poder incuestionable de la familia Saud.

El país también está situado en un punto geográfico muy favorable. Sus costas en los mares Rojo e Índico le otorgan salidas óptimas a las rutas logísticas globales, primordial para la exportación de hidrocarburos, fuente primaria de sus ingresos. Al mismo tiempo, Arabia Saudí es la gran fuerza dentro del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), lo que le provee de un poder de decisión distinguido a la hora de contemporizar e incidir en las políticas adoptadas por este organismo. En la misma línea, tiene su peso en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP+), en la cual ha dejado a la vista su influencia este último año acordando con Rusia la producción de crudo para regular en su beneficio los precios.

Vladimir Putin y Mohamed bin Salman (F: Wikimedia)

A la hora de hablar de Arabia Saudí hay que subrayar la aparición del príncipe heredero Mohamed bin Salman (MBS), líder de facto del país. Los primeros años del príncipe estuvieron marcados por acciones carentes de sutileza: las purgas de palacio, la represión social, la trama de Jamal Khashoggi o la retención del primer ministro libanés en su visita oficial dejaron patente una descontextualización de los límites del poder que fue condenada por la comunidad internacional y que repercutió en la proyección económica saudí. Tampoco ayudaron los fracasos en la guerra de Yemen o el bloqueo de Qatar, en ambos casos con grandes costes de capital geopolítico para el Reino.

Tras los capítulos en el foco mediático, MBS comenzó a centrarse en las inversiones de capital, así como a alimentar una imagen de líder moderno y proclive al progreso en aspectos sociales. En este ámbito ha cambiado políticas internas, las de mayor resonancia respecto a los derechos de la mujer, y que aspiran a mejorar la imagen internacional del régimen. No obstante, es en el espectro económico en el cual se ha focalizado la dirigencia saudí, invirtiendo ingentes cantidades de capital para diversificar su estructura económica y cambiar la mayúscula dependencia del país en sus ingresos por la exportación de hidrocarburos. El plan económico también sigue una línea de compra de empresas extranjeras por todo el globo: la adquisición del 9% de Telefónica es el último y el ejemplo más cercano, y que deja de manifiesto las intenciones del Reino del Desierto. En su conjunto se trata de una política destinada a invertir en el sharp power, con el propósito de mostrar una imagen de cambio: la construcción de la ciudad futurista de NEOM, la inversión en deportes con gran masa de seguidores (futbol, F1 o golf), o la incipiente inversión por energías renovables, señala las intenciones de un régimen que quiere hacerse un hueco entre la élite del mundo en todas y cada una de sus dimensiones. El programa Visión 2030 es la gran apuesta del dirigente saudí y el plan que acopia todas las ambiciones mencionadas. Sin embargo, todas estas maniobras por mejorar la imagen del país ven minimizado su efecto ante la controversia generada por los constantes episodios de violación de derechos humanos.

El príncipe heredero ha pavimentado un proyecto para armar una economía diversificada, mientras lidia con una élite gerontocrática y un clero wahabí que se opone a grandes aperturas. Mientras, en la corte internacional, los líderes mundiales miran con recelo a MBS, a pesar de que aceptan de buen grado el capital del Reino del Desierto. Arabia Saudí posee la capacidad económica para crecer, sin embargo, cuenta con unas estructuras estatales arcaicas que obstaculizan cualquier cambio sociopolítico de base. La sociedad saudí es muy joven, pero no cuenta con la masa social tecnificada de otras naciones de la región, de ahí que tengan que importar trabajadores cualificados extranjeros, prueba de las carencias de un país que no ha crecido a la velocidad de sus arcas económicas.

 Las redes diplomáticas

Un elemento a analizar es la red de alianzas de estos 4 países, medidor de su grado de proyección y sus áreas de influencia. Turquía, como ya se ha mencionado, es la nación con una arquitectura diplomática más efectiva. La amplitud en su proyección, con Erdogan al frente, le ha llevado a convertirse en un actor innegable en diversidad de espacios, no sólo en Oriente Medio. La prueba de estos atributos se ha palpado en la guerra de Ucrania, en la cual Ankara ha dado muestras de su predisposición y su habilidad como intermediario. Como miembro de la OTAN, Turquía mantiene unas relaciones consolidadas con Occidente, a pesar de fluctuar en su tonalidad. Erdogan ha sabido explotar la condición de su país como miembro de la Alianza Atlántica sin verse atado a interrumpir las fructíferas relaciones con Rusia, o ir progresivamente incrementando sus relaciones con China. En su objetivo por asegurar su papel como potencia regional, Ankara también apunta a Asia Central, haciendo uso de su hermandad con Azerbaiyán para proyectar su influencia hacia Oriente.

Por su parte, Arabia Saudí ha sido un aliado histórico de Estados Unidos, con quien ha mantenido una relación altamente fructífera desde mediados del siglo pasado. No obstante, MBS está dando muestras de manejar otras alternativas que el contexto actual le presenta, poniendo sus miras hacia otros actores de gran escala, especialmente China, y sin negarse a pactar con Rusia.

Egipto, por su parte, vive en una crisis económica constante. El Gobierno de Al-Sisi ha afianzado en el poder, centrándose en las cuestiones internas con unos recursos limitados. La ayuda exterior, especialmente de los países del Golfo, así como su retorno a la normalidad con Turquía (se posicionaron en bandos opuestos en el bloqueo de Qatar y en la guerra de Libia) le proporcionan cierta estabilidad. El Cairo tiene unos problemas troncales en su economía que difícilmente puede sostenerse sin la ayuda exterior, ya no sólo de los países de la región, sino de las grandes potencias. A su favor juega que a nadie le interesa que Egipto se desestabilice hasta caer en el caos; su posición es demasiado valiosa, lo que garantiza que desde potencias globales a fuerzas regionales den apoyo al país africano.

Irán está condicionado por la talla de sus enemigos. A pesar de ello, ha sabido desarrollar unas fortalezas como potencia regional y sacar partido de la extensión de la esfera chií por todo Oriente Medio – especialmente en Líbano, Siria e Iraq –, así como aprovechar la polarización actual para ser un socio alternativo a aquellos enemistados con Occidente. Aún así, en Oriente Medio, Teherán debe enfrentarse al hecho de ser el adalid de la corriente minoritaria del islam, el chiismo, a diferencia de Egipto, Arabia Saudí y Turquía, de profesión sunní.  No obstante, en la región todos ven a Irán como un país al que tratar con cautela, conocedores de su profundidad de influencia.

Oriente Medio es zona de tránsito primordial en las rutas logísticas globales (Fuente: Wikimedia)

Otro factor a tener en cuenta es la relación de estas naciones con Israel. Una potencia tecnológica, razón de su preponderancia y avance. Cualquiera de estas potencias regionales que desarrolle unas relaciones fructíferas con la nación hebrea – descartando a Irán – daría un salto cualitativo en varias dimensiones estratégicas. De hecho, existen voces que hablan de que se está trabajando en la posibilidad de oficializar las relaciones entre Arabia Saudí e Israel – hasta la fecha oficiosas –, un hecho que cambiaría por completo el ecosistema de Oriente Medio; los Acuerdos de Abraham fueron el primer paso a un cambio de tendencia. Dicho esto, un acuerdo formal entre Riad y Tel Aviv a día de hoy no parece próximo, más aún si se atiende al reciente acercamiento entre Arabia Saudí e Irán, este último máximo enemigo del Estado judío. Hasta el momento, de las cuatro fuerzas, las únicas que reconocen oficialmente a Israel son Egipto y Turquía, y aun así las relaciones destacan más por sus capítulos de tensión que por los beneficios. En el caso turco, la nación de Asia Menor fue de las primeras en reconocer al Estado hebreo, pero actualmente no mantiene las mejores relaciones con Israel por la poca afinidad entre Erdogan y Netanyahu.

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En definitiva, no se entiende Oriente Medio sin estas 4 naciones. La Historia las ha erigido como polos de poder cultural, económico, ideológico y religioso. Han sido, en diferentes momentos, el epicentro de imperios que han cincelado la complejidad y riqueza de esta región, hoy tensa ante la diversidad de conflictos y cuestiones políticas solapadas aún sin resolver. Cada uno de estos países tiene su cosmovisión y su organigrama de poder: Irán como actor disruptivo, con gran habilidad para proyectarse entre bastidores, consecuencia de su coyuntura internacional; Turquía con su despliegue diplomático y la gran desenvoltura de Tayyip Erdogan en las relaciones internacionales; Arabia Saudí como actor con una capacidad económica y de inversión sin igual en la región y con un líder joven que aspira a reformular el Reino; y por último Egipto, el país más limitado de los cuatro a la hora de proyectarse, pero cuyos galones en el orbe musulmán y mundo árabe deben ser considerados. De hecho, en la carrera geopolítica de cualquier potencia regional por sobresalir deberá tener en cuenta al Cairo, cuyo bagaje ideológico y cultural es un canal de influencia que no se puede infravalorar para confirmarse como primera fuerza.

En otro orden de cosas, no hay que olvidar que, en el sistema multipolar, a las fuerzas regionales como éstas se les presenta la oportunidad de bascular en sus relaciones con potencias globales, otorgándoles un papel al alza, debido a su conocimiento e incidencia directa en un espacio del valor de Oriente Medio.

Estas cuatro naciones aúnan la esencia de pasado, presente y futuro de Oriente Medio. Difícilmente alguna tendrá el poder de destacar en sobremanera por encima del resto, es parte de la naturaleza de las relaciones internacionales y el equilibrio de fuerzas, sin embargo, cada una juega su papel amén de las condiciones que el contexto actual y la Historia le ha otorgado. Los Acuerdos de Abraham, el desbloqueo de Qatar, el acercamiento entre Riad y Teherán, la mirada de Arabia Saudí hacia Oriente o la incipiente presencia de Rusia y China en la región son escenarios que dan pistas de un cambio de tendencia palpable, aunque pronto para saber en qué grado. Esta región sabe de su importancia, de ahí que sus potencias estén facturando su valor geopolítico hacia el exterior para confirmar un capítulo en el que parece que Oriente Medio apuesta por diplomacia.